miércoles, 1 de agosto de 2007

Poesía y ciencia - Antonio LAfuente

Tras unos días de vacaciones, he recordado un texto de Michel Serres en donde se nos recomienda ser ambidextros cuando consideramos la relación entre ciencia y poesía.

Lo bueno del éxito de Harry Potter es que nos ha recordado la relación profunda entre poesía y magia. Otra vez, entonces, saben los niños que los secretos se abren con pócimas cuya fórmula mezcla cifras y versos. Los adultos deberían saber que los vínculos entre magia y ciencia también son antiguos, pues solo entre los perezosos (en apariencia) se ignora que el origen de la ciencia moderna hay que buscarlo en la astrología, la alquimia, la cábala y entrar al jardín monacal o en la gruta de los mineros y Mefistófeles. Eso al menos es lo que nos dicen los historiadores.

Pero también los científicos, incluso los menos laureados, aceptan ese vinculo misterioso entre poesía y ciencia o, dicho en otros términos, entre la creatividad artística y la científica. Siempre hubo, los sigue habiendo, muchos poetas entre los científicos. Todos coincidieron en que la imaginación es la misma cualquiera que sea el objeto. Y se habla de la belleza, la armonía, la simplicidad o la exactitud como si fueran los criterios que deciden si un hallazgo en el campo de la ciencia ronda la genialidad.

Algunos científicos aparentarán no saber de qué se les habla, pero tiene en su contra una inmensa lista de declaraciones realizadas por gentes que recibieron el Nobel o que dieron su nombre a alguna ley de la naturaleza. En fin, que quienes tuvieron ese momento extático no pararon de contarlo y, los demás, cual astutos puritanos, dicen intuirlo aunque sea de refilón. Y, en definitiva, nadie niega esa relación, aún cuando se trate de una cornucopia llena de lugares comunes y redundancias, casi diría de prosaísmos.

El matrimonio existe, pero la relación ha conocido altibajos. Newton, por ejemplo, pensaba que la poesía sólo era “un ingenioso sinsentido”. Y William Blake le correspondió al incluirlo con Bacon y Locke en la “Insanta Trinidad”. Wordsworth fue más impío e irónico describiendo al científico como alguien capaz de “fisgonear y botanizar hasta en la tumba de su madre”. Los que exigían un divorcio inmediato, lamentaban que, tras su paso por la óptica, la botánica o la química, la naturaleza perdía su aura. Keats encontró una fórmula muchas veces citada, pues los científicos habían “destejido el arco iris”.

Y claro tenemos muchos ejemplos de lo contrario. Son decenas los poetas que han sucumbido ante las evocaciones de verdad y plenitud prometidas por la ciencia. Y también vale la afirmación inversa, pues son centenares los científicos con reconocido talento para la poesía o la música. Italo Calvino, por ejemplo, equiparó a Galileo con Dante para luego convertirles en padres de la lengua italiana. Sería una empresa desmesurada citar todas las veces que alguien quiso probar los muchos conocimientos científicos acreditados en el teatro de Shakespeare o en El Quijote de Cervantes. Todo apunta, sin embargo, para que ese matrimonio tempestuoso, salpìcado de ludditas y otros desencantados, acabe siendo por fin una verdadera relación de amor.

Parece extraño, pero ya hay demasiados signos que quieren anticiparlo. Michel Serres tiene el don de encontrar siempre la formulación más exacta, es decir una que merece ser poética. Y lo que dice es breve: tenemos que ser ambidestros.

¿Qué signos? Todos los días aparece un libro sobre el cerebro para decirnos en todas las lenguas y con las mejores metáforas que las emociones nunca fueron un estorbo para los razonamientos. Que sin ellas nuestra especie nunca habría tenido tanto éxito en la lucha por la supervivencia; más aún, que pensar no es computar, sino encontrar diferencias donde sólo hay relaciones, un proceso que sólo los sentimientos pueden orientar. Si tuviéramos que resumir las muchas estrategias vigentes que niegan la dualidad mente/cuerpo, razón/sentimiento, naturaleza/cultura sujeto/objeto nos quedaríamos sorprendidos.

Es verdad, cada una tiene su propio pedigrí, pero todas han necesitado exagerar la dicotomía entre el mundo de los hechos y el de las opiniones; todas contribuyen a escindirnos, condenando nuestra cultura a una esquizofrenia que debería ya tener fecha de caducidad. O sea, que sí, que para hablar de poesía, como también de ciencia, hay que tratar asuntos de política, pues eso que llamamos verdad, belleza o ritmo son asuntos públicos, son temas de los que siempre hemos discutido, problemas que fortuna siempre tendremos que renegociar.

Volvamos con los magos. Para hacerse científicos tuvieron que experimentar dos metamorfosis y crear una hibris novedosa entre el juez y el poeta. Poeta porque comenzó a crear objetos entonces inexistentes cuya vida sólo tenía sentido dentro del universo de conceptos y metáforas creados con palabras y entre instrumentos. Pensemos en las nociones de atracción a distancia (siglo XVII), especie botánica (siglo XVIII), selección natural (siglo XIX) o gen (siglo XX). Cuando fueron formuladas, no eran sino metáforas excepcionales que ayudaron a que la física de Newton, la botánica de Linneo, la biología de Darwin o la genética de Morgan se internaran por nuevos territorios aún cuando se trataba de conceptos ambiguamente definidos e insuficientemente contrastados. Tal deriva era un problema y obligó a una segunda transformación, pues tuvieron que implicarse a fondo como “jueces” hasta lograr que los hechos fueran suficientes y funcionaran como pruebas.

Así que un científico nunca deja la imaginación en el vestíbulo de entrada, sino que al entrar en el laboratorio la activa al máximo, pues tendrán que pensar con las manos y calcular con los versos. Todo esto parece un poco vaporoso, pero quizás no sea banal. Stanislas Deahene lleva unos años diciendo que siendo el cerebro un ensamblaje de máquinas especializadas, faltaba reconocer el módulo matemático. Casi nadie discute la hipótesis de Chomski relativa a la predisposición genética al lenguaje que nos legó la evolución.

Sabemos también que el módulo de la visión es una herramienta evolutiva cuya función es asignar colores al mundo. Hablamos de una operación muy delicada desde el punto de vista cognitivo, pues los plátanos tiene que ser amarillos cualquiera que sea la luz que sobre ellos proyectemos. Si no fuera así, podríamos confundirnos dependiendo de la estación del año o de la hora del día. En definitiva, nuestro entorno sería cambiante y, como especie, estaríamos en peligro. El color entonces no es una cualidad que pertenezca al objeto que vemos, sino una etiqueta que le asignamos después de promediar entre sus muchas y variables apariencias.

Pues bien, lo que nos dicen los neurofisiólogos es que estos son también los términos con los que referirse a la habilidad para manejar mentalmente cifras y conjuntos. Parece que nuestra especie ha sacado mucho provecho de una herramienta cerebral apta para la discrecionalización del entorno y, en consecuencia, la evolución ha favorecido a los organismos genéticamente dotados con una habilidad para los números. O sea, que como sucedía con los colores, si Deahene tiene razón, es nuestro cerebro el que necesita que el mundo esté entretejido con símbolos algebraicos y formas geométricas, que se pueda cifrar al modo matemático.

Platón y Galileo se equivocaban, pues no es que la naturaleza sea un libro escrito en lenguaje matemático, sino que nuestros genes nos han dotado con una máquina que filtra cuanto le llega hasta convertirlo en pasto de las matemáticas. Lo mejor de todo, lo más evocador, es que los dos módulos, el del lenguaje y el matemático, están muy próximos en el lóbulo inferior izquierdo.

Y no son pocos los que creyendo que la ciencia es la ruta de la seda que unirá los dos mundos, se atreven a decir que esta vecindad no sólo explica las broncas, sino también los apasionados encuentros. Y, en todo caso, como ya nadie quiere renunciar al rigor, vale la pena actualizar el hermoso descubrimiento que nos legó el viejo Cocteau: “Sin saber que era imposible, ella fue y lo hizo”.

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