domingo, 15 de julio de 2007

justicia social y fraude científico - Antonio Lafuente

justicia social y fraude científico

¿Puede nuestra sociedad sobrevivir a los muchos casos de fraude científico que viene sucediendo? ¿Se está haciendo lo suficiente para defender la integridad de la ciencia? ¿A quién correspondería tomar iniciativas?

Empecemos por los hechos. Los científicos se despliega en ámbitos muy diversos de actividad, como lo son el laboratorio, las aulas, los congresos, los comités o las asesorías. Al final, sin embargo, su prestigio se lo juegan como escritores o, en otros términos, en las publicaciones. Nadie discute la importancia de los artículos científicos, un género literario severamente normalizado que tiene que ofrecer información relativa al método de trabajo empleado, los datos obtenidos, los gráficos o imágenes que los representan y, desde luego, las referencias a otros artículos que, al ser mencionados, son identificados como una fuente de autoridad.


Las citas, en consecuencia, crean un mercado inesperado, pues la reputación de un investigador o la veracidad de lo que se publica están asociadas a la calidad de la revista en la que se difunde o el número de citas que recibe. Y sí, de una cosa tan simple penden asuntos muy complejos. En la actualidad hay cerca de 8000 revistas científicas de calidad internacional reconocida que canalizan 27 millones de citas al año, unas cifras que nos autorizan a tratar la ciencia como una empresa gigantesca que moviliza masas ingentes de recursos, personas y textos.

Esto significa que además de conceptos, instrumentos y fórmulas, también hay que considerar constitucional todo lo que se relaciona con las editoriales, las instituciones y los negocios. Y es que, como decimos, la mayoría de las decisiones que le afectan no se toman en el laboratorio, sino por algún comité ministerial o en el consejo de administración de alguna empresa.

El mundo de la ciencia, en definitiva, es un mundo burbujeante. Tomemos dos ejemplos que lo expliquen. Estos días se habla mucho del calentamiento global y de las graves decisiones políticas que hay que tomar tras ser admitidas las predicciones que venían haciendo los expertos. Pensemos también en esas cien mil sustancias químicas descontroladas -incorporadas en la alimentación, los tejidos o la cosmética-, cuyos efectos sobre la salud y el medioambiente son desconocidos. El clima y la química no son entonces asuntos de la exclusiva incumbencia de los científicos, dado que los experimentos en curso se están haciendo en tiempo real y tiene un alcance planetario.

Todos somos conejillos de Indias, una realidad que refuerza la idea de que todo cuanto pasa en un laboratorio puede tener inmensas consecuencias políticas y económicas. Tantas que sería demasiado ingenuo hacerse de nuevas ante el hecho de que las corporaciones y los gobiernos traten continuamente de influir en la marcha de la ciencia. No es difícil entonces entender de dónde proviene el fraude, como tampoco vaticinar que estamos ante un problema de importancia creciente.

Lo primero que hay que saber es que todas las revistas científicas de primer rango han sido humilladas al publicar textos que contenían información falsa o manipulada. De hecho, los editores han tenido que admitir que no están preparados para controlar una conducta, cuyo origen está en la creciente presión que reciben los investigadores, tanto desde el mundo académico como desde el industrial. No es difícil explicarlo. Ya hemos dicho que la calidad de un científico se mide por el impacto de las publicaciones que realiza, de forma que su prestigio y, por tanto, los contratos que obtiene y los puestos que ocupa dependen en gran medida del número de citas que recibe. La situación es tan grave que suele describirse mediante el lema Publicar o morir, una elegante manera de explicar por qué los científicos tienden a dar por definitivos y publicitar hechos que todavía son inciertos.

Las grandes corporaciones han incrementado en un 800% su transferencia de recursos a los laboratorios públicos en los últimos 20 años. Y con los dineros llegó la práctica del secretismo, pues los investigadores son obligados a firmar cláusulas de confidencialidad que restringen la publicación de resultados. Los valores que sostienen (¡y eran sostenidos por!) la comunidad científica están siendo gravemente amenazados. El año pasado saltó a la prensa la noticia de que el lobby energético americano financiaba estudios que cuestionaran la naturaleza antropogénica del cambio climático. Luego supimos que eran informes impulsados por fundaciones falsamente filantrópicas y nulamente científicas.

Todos los meses nos enteramos de que algún laboratorio farmacéutico oculta efectos secundarios, incita al consumo de medicamentos, prima a los médicos que “saben” recetar o intoxica la opinión pública difundiendo datos obtenidos por investigadores a la carta. La última estrategia utilizada consiste en contratar bufetes de abogados, agencias de publicidad y laboratorios de investigación para, en una acción combinada, usar datos manipulados que impidan los consensos científicos, retrasen la regulación de los mercados, mientras, en paralelo, se plantean pleitos interminables o campañas de difamación contra quienes denuncian la increíble panoplia de corruptelas manifiestas.

Dos ideas más. La primera tiene que ver con la creciente dependencia de nuestras vidas respecto de la ciencia, pues todo lo que ingerimos, vestimos y, en general, hacemos, está conectado a la calidad de los datos que garantizan su salubridad. La segunda es para asomarnos al abismo que supondría permitir que las prácticas científicas pudieran ser pervertidas por quienes quieren mejorar su influencia o sus ganancias. Y es que, en efecto, la ciencia es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los científicos. ¿A quién debemos reprochar la crisis de valores que aquí hemos esbozado? ¿A quién corresponde defender la integridad de la ciencia?

sábado, 7 de julio de 2007

¿De qué sirve el profesor?

Por Umberto Eco
Para LA NACION

¿En el alud de artículos sobre el matonismo en la escuela he leído un episodio que, dentro de la esfera de la violencia, no definiría precisamente al máximo de la impertinencia... pero que se trata, sin embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: "Disculpe, pero en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?"

El estudiante decía una verdad a medias, que, entre otros, los mismos profesores dicen desde hace por lo menos veinte años, y es que antes la escuela debía transmitir por cierto formación pero sobre todo nociones, desde las tablas en la primaria, cuál era la capital de Madagascar en la escuela media hasta los hechos de la guerra de los treinta años en la secundaria. Con la aparición, no digo de Internet, sino de la televisión e incluso de la radio, y hasta con la del cine, gran parte de estas nociones empezaron a ser absorbidas por los niños en la esfera de la vida extraescolar.

De pequeño, mi padre no sabía que Hiroshima quedaba en Japón, que existía Guadalcanal, tenía una idea imprecisa de Dresde y sólo sabía de la India lo que había leído en Salgari. Yo, que soy de la época de la guerra, aprendí esas cosas de la radio y las noticias cotidianas, mientras que mis hijos han visto en la televisión los fiordos noruegos, el desierto de Gobi, cómo las abejas polinizan las flores, cómo era un Tyrannosaurus rex y finalmente un niño de hoy lo sabe todo sobre el ozono, sobre los koalas, sobre Irak y sobre Afganistán. Tal vez, un niño de hoy no sepa qué son exactamente las células madre, pero las ha escuchado nombrar, mientras que en mi época de eso no hablaba siquiera la profesora de ciencias naturales. Entonces, ¿de qué sirven hoy los profesores?

He dicho que el estudiante dijo una verdad a medias, porque ante todo un docente, además de informar, debe formar. Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera. Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia, es algo que sólo lo puede decir la escuela. Y si alguien objetase que a veces también hay personas autorizadas en Porta a Porta (programa televisivo italiano de análisis de temas de actualidad), es la escuela quien debe discutir Porta a Porta. Los medios de difusión masivos informan sobre muchas cosas y también transmiten valores, pero la escuela debe saber discutir la manera en la que los transmiten, y evaluar el tono y la fuerza de argumentación de lo que aparecen en diarios, revistas y televisión. Y además, hace falta verificar la información que transmiten los medios: por ejemplo, ¿quién sino un docente puede corregir la pronunciación errónea del inglés que cada uno cree haber aprendido de la televisión?

Pero el estudiante no le estaba diciendo al profesor que ya no lo necesitaba porque ahora existían la radio y la televisión para decirle dónde está Tombuctú o lo que se discute sobre la fusión fría, es decir, no le estaba diciendo que su rol era cuestionado por discursos aislados, que circulan de manera casual y desordenado cada día en diversos medios –que sepamos mucho sobre Irak y poco sobre Siria depende de la buena o mala voluntad de Bush. El estudiante estaba diciéndole que hoy existe Internet, la Gran Madre de todas las enciclopedias, donde se puede encontrar Siria, la fusión fría, la guerra de los treinta años y la discusión infinita sobre el más alto de los números impares. Le estaba diciendo que la información que Internet pone a su disposición es inmensamente más amplia e incluso más profunda que aquella de la que dispone el profesor. Y omitía un punto importante: que Internet le dice "casi todo", salvo cómo buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información.

Almacenar nueva información, cuando se tiene buena memoria, es algo de lo que todo el mundo es capaz. Pero decidir qué es lo que vale la pena recordar y qué no es un arte sutil. Esa es la diferencia entre los que han cursado estudios regularmente (aunque sea mal) y los autodidactas (aunque sean geniales).

El problema dramático es que por cierto a veces ni siquiera el profesor sabe enseñar el arte de la selección, al menos no en cada capítulo del saber. Pero por lo menos sabe que debería saberlo, y si no sabe dar instrucciones precisas sobre cómo seleccionar, por lo menos puede ofrecerse como ejemplo, mostrando a alguien que se esfuerza por comparar y juzgar cada vez todo aquello que Internet pone a su disposición. Y también puede poner cotidianamente en escena el intento de reorganizar sistemáticamente lo que Internet le transmite en orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán y monocotiledóneas pero no la relación sistemática entre estas dos nociones.

El sentido de esa relación sólo puede ofrecerlo la escuela, y si no sabe cómo tendrá que equiparse para hacerlo. Si no es así, las tres I de Internet, Inglés e Instrucción seguirán siendo solamente la primera parte de un rebuzno de asno que no asciende al cielo.

La Nacion/L’Espresso (Distributed by The New York Times Syndicate)

(Traducción: Mirta Rosenberg)

domingo, 1 de julio de 2007

La vida a la velocidad de la luz. ¿Estamos mejor?

El País, Sábado, 4 de agosto de 2001

La vida a la velocidad de la luz. ¿Estamos mejor?
JEREMY RIFKIN
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Jeremy Rifkin es autor de La era del acceso (Paidós, 2000) y presidente de la Fundación sobre Tendencias Económicas, con sede en Washington DC.

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Todo el mundo se apresura a unirse a la Revolución de la Era de la Información. Todos quieren estar conectados. De hecho, desde hace un tiempo creemos que el único debate que vale la pena sostener en la 'nueva era' es cómo garantizar que todos tengan acceso al mundo del ciberespacio. Ahora empieza a perfilarse una pregunta igualmente importante: ¿es demasiado acceso tan problemático como demasiado poco? ¿Es posible que la revolución de la información y de las telecomunicaciones esté acelerando la actividad humana a un ritmo tan alarmante que nos estemos arriesgando a causar un grave daño a nosotros mismos y a la sociedad?

Dos increíbles experimentos publicados recientemente por la comunidad científica deberían darnos a todos nosotros una razón para detenernos por un momento a pensar adónde nos dirigimos en esta nueva era de conexiones electrónicas mundiales instantáneas. En el primero, dos equipos científicos diferentes asociados con la Universidad de Harvard consiguieron reducir la velocidad de la luz hasta pararla en seco, retenerla en un limbo y permitirle a continuación seguir su camino. La luz viaja a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo y se piensa que es la forma de energía más rápida del universo. Ésta es la primera vez que se ha parado la luz y se ha almacenado temporalmente, y los investigadores esperan que esto conduzca a un nuevo tipo de revolución tecnológica denominada informática cuántica y comunicación cuántica. Las tecnologías cuánticas podrían acelerar enormemente la informática y las comunicaciones en el próximo siglo.

En el segundo experimento, científicos del Instituto de Investigación NEC de Princeton, Nueva Jersey, consiguieron, por primera vez, que un púlsar de luz viajase a varias veces la velocidad de la luz. Aunque los investigadores se apresuraron a señalar que nada con 'masa' puede superar la velocidad de la luz, los científicos creen ahora que un 'púlsar' de luz sí puede. Los físicos que han realizado el experimento esperan que su trabajo conduzca a una gran aceleración de las velocidades de transmisión óptica.

Estos experimentos nos llevan al comienzo de una nueva era en la historia humana: estamos empezando a organizar la vida a 'la velocidad de la luz'. Cada día, se introducen nuevos programas informáticos y tecnologías de la información para comprimir el tiempo, acelerar la actividad y procesar mayores cantidades de información. Vivimos cada vez más en la cultura del nanosegundo.

Los maestros de la tecnología nos habían prometido que el acceso instantáneo haría la vida más cómoda, nos liberaría de tareas innecesarias, aligeraría nuestras cargas y nos concedería más tiempo. Ahora, después de todos los miles de millones de dólares de inversión en las nuevas tecnologías, empieza a aflorar una incómoda pregunta: ¿es posible que las propias maravillas tecnológicas que supuestamente nos iban a liberar hayan empezado, por el contrario, a esclavizarnos en una red de conexiones cada vez más aceleradas de la que no parece haber escapatoria fácil?

Un nuevo término, 24/7 -actividad permanente, 24 horas al día, 7 días a la semana-, ha entrado en el vocabulario en los últimos seis meses y está empezando rápidamente a definir los parámetros de la nueva frontera temporal. Nuestros aparatos de fax, correo electrónico, buzón de voz, ordenadores, agendas electrónicas y teléfonos móviles; nuestros mercados de valores de 24 horas, los servicios instantáneos, las 24 horas, de cajero automático y banca, los servicios de comercio electrónico e investigación que funcionan durante toda la noche, programas informativos y de entretenimiento en televisión las 24 horas, servicios de restaurante, farmacéuticos y de mantenimiento las 24 horas, todos intentando atraer nuestra atención.

Y a pesar de haber creado todo tipo de aparatos para ahorrar esfuerzo y tiempo, y actividades para cubrir las necesidades y los deseos de todos en esta nueva esfera, estamos empezando a tener la sensación de que tenemos menos tiempo para nosotros que cualquier otro humano de la historia. Eso se debe a que lo único que consigue la gran proliferación de servicios para ahorrar esfuerzo y tiempo es aumentar la diversidad, el ritmo y el flujo de actividad comercial y social que nos rodea. Por ejemplo, el correo electrónico resulta muy cómodo. Sólo que ahora nos encontramos con que nos pasamos la mayor parte del día respondiendo frenéticamente a los mensajes que nos enviamos unos a otros. El teléfono móvil ahorra mucho tiempo. Sólo que ahora estamos siempre potencialmente al alcance de cualquiera que desee nuestra atención. En varias ocasiones he oído por casualidad a hombres de negocios que respondían a llamadas de trabajo mientras estaban sentados en un retrete público. ¿Duda alguien de que el tiempo se está convirtiendo rápidamente en el recurso más escaso?

Hoy, nos encontramos insertos en un mundo temporal mucho más complejo e interdependiente, compuesto de redes de relaciones y actividades humanas siempre cambiantes; un mundo en el que cada minuto disponible se convierte en una oportunidad para realizar otra conexión. La máxima de Descartes 'pienso, luego existo' ha sido sustituida por otra nueva: 'Estoy conectado, luego existo'.

¿Qué ocurre cuando nuestras vidas se ven inmersas en relaciones de 24 horas que se mueven a la velocidad de la luz? Los signos que indican nuestra nueva angustia por el tiempo están en todas partes.

Las enfermedades relacionadas con el estrés están aumentando drásticamente en todo el mundo. Según los expertos, buena parte de ello es atribuible a la sobrecarga de información y al agotamiento que experimentan cada vez más personas al sentirse incapaces de soportar el ritmo, el flujo y la densidad de la actividad humana posibilitados por las nuevas tecnologías que avanzan a la velocidad del rayo. En Estados Unidos adquirió proporciones epidémicas en la pasada década. El 43% de todos los adultos sufren efectos adversos para la salud debido al estrés, y se calcula que el estrés en el trabajo cuesta miles de millones de dólares a la economía estadounidense a causa del absentismo, el descenso de la productividad, la rotación de trabajadores y los costes médicos.

Según un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), uno de cada 10 adultos de todo el mundo sufre estrés, depresión y agotamiento. La OIT predice un aumento drástico del estrés al introducirse tecnologías incluso más rápidas y acelerarse la mundialización. Enfermedades relacionadas -como la depresión, las enfermedades coronarias, los derrames cerebrales, el cáncer y la diabetes- están aumentando con tanta rapidez que, según algunos especialistas, el estrés se puede convertir en la principal causa de baja médica de la Era de la Información.

La nueva sociedad de 24/7 y de ritmo acelerado está teniendo otras consecuencias profundas para la vida de las personas. La actividad comercial y social durante las 24 horas ha conducido a un grave descenso del número de horas dedicadas al sueño. En 1910, el adulto medio seguía durmiendo entre 9 y 10 horas diarias; ahora, el adulto medio de los países altamente industrializados duerme menos de siete horas diarias. Esto se traduce en 500 horas más despiertos al año. El problema es que los relojes biológicos humanos están adaptados a la rotación del planeta y a los ritmos temporales diarios, mensuales y estacionales. Estamos biológicamente diseñados para dormir cuando se pone el sol y despertar al amanecer. Una falta masiva de sueño, producida por el nuevo ritmo de vida frenético, se asocia cada vez más a enfermedades graves como la diabetes, el cáncer, los derrames cerebrales y la depresión.

En ningún sitio está teniendo la sociedad a 'la velocidad de la luz' más impacto que en la generación electrónica. A millones de niños (especialmente varones) se les diagnostica en Estados Unidos Alteración Hiperactiva por Déficit de Atención (AHDA), y el fenómeno está comenzando a aparecer en Europa y en otras partes del mundo. Los niños afectados de AHDA se distraen fácilmente, son incapaces de centrar la atención, excesivamente impulsivos, y se frustran fácilmente. ¿Acaso es de extrañar? Si un niño crece en un ambiente rodeado por el rápido ritmo de la televisión, los videojuegos, los ordenadores y la constante estimulación de los medios, y se acostumbra a esperar una gratificación instantánea, tiene muchas posibilidades de que su desarrollo neuronal le condicione a un lapso de atención corto. Si aumentamos el ritmo, nos arriesgamos a aumentar la impaciencia de una generación.

Los conservadores sociales, a su vez, hablan del descenso del civismo, y lo achacan a la pérdida de una brújula moral y de los valores religiosos. ¿Se ha molestado alguien en preguntar si la cultura de la hipervelocidad nos está haciendo a todos más impacientes y menos dispuestos a escuchar y aplazar, a considerar y reflexionar? Ya están comenzando a aparecer nuevos patrones de comportamiento antisocial relacionado con el estrés, y con implicaciones alarmantes. 'Furia en el trabajo', 'furia en la carretera' y 'furia en el aire' se han convertido en parte del léxico popular conforme más y más gente manifiesta su estrés con brotes de violencia en el trabajo, en el coche o incluso en los aviones. En la cultura del clic, clic, no debería sorprendernos el que todos nos inclinemos cada vez más hacia una respuesta violenta.

Quizá debamos preguntarnos qué tipo de 'conexiones' cuentan realmente y qué tipo de 'accesos' importan verdaderamente en la era de la economía electrónica. Si esta nueva revolución tecnológica es sólo cuestión de velocidad e hipereficiencia, podríamos perder algo incluso más precioso que el tiempo: nuestro sentido de lo que significa ser un ser humano bondadoso.

Hasta ahora sólo nos hemos planteado la cuestión de cómo integrar mejor nuestra vida en la nueva revolución tecnológica. Ahora debemos plantearnos una pregunta más profunda: ¿cómo podemos crear una visión social que convierta a estas tecnologías de 'velocidad de la luz' en un poderoso complemento de nuestra vida, sin permitirles que se apoderen de ella?

Epistemología cívica - Antonio Lafuente

La promoción de la cultura científica no puede basarse en el modelo del déficit o, en otros términos, en la convicción de que basta con divulgar contenidos de manera amable o espectacular o insistente.

Los laboratorios son un espacio privilegiado de producción de conocimiento. En su interior existen potentes mecanismos de control destinados a garantizar la fiabilidad de cuanto allí se hace o circula por las redes que los interconectan. Pero no sólo hay ciencia en las instituciones científicas, como tampoco son los centros académicos o de investigación los únicos lugares dónde se produce conocimiento.

En efecto, una sociedad necesita constantemente tomar decisiones que involucran cuestiones en las que los científicos tiene mucho que decir, aún cuando no tengan la última palabra, ni tampoco puedan actuar como si tuvieran el monopolio de la verdad. Y, claro está, se trata de decisiones que deben adoptar la apariencia de ser sensatas, equilibradas, pertinentes, necesarias, aquilatadas, consensuadas y veraces. Producir tales compromisos, así como los procedimientos para lograrlos y luego implementarlos, es crear experiencia, organización, redes y, en definitiva, conocimiento.

La epistemología cívica (civic epistemology) es un concepto acuñado por Sheila Jasanoff que da cuenta del conjunto de normas, procesos e instituciones involucradas en la producción, validación y aplicación del conocimiento a la política. Si hablamos de células madre, semillas transgénicas, anorexia, recursos hídricos, cambio climático, incendios forestales, polinización con abejas o cáncer de mama, es imprescindible escuchar a los científicos del ramo. Pero además de esta voz experta,la práctica cotidiana demuestra que afortunadamente también son escuchados otros actores. No sólo porque son varios lo valores que se quieren defender (rigor, eficacia, competitividad o pluralidad), sino porque son distintas las capacidades que hay defender (derecho a la equidad, derecho a la dignidad o derecho a la libertad).

Gestionar esta cesta de valores y capacidades, implica desarrollar esquemas de credibilidad, estilos de evaluación, formatos de reunión, marcos de comunicación y protocolos de decisión. Todo esto hay que definirlo con una concepto que, como ya hemos dicho, es epistemología cívica. Buscamos un concepto nuevo porque no podemos acercarnos a estas cuestiones como si se tratara de algo que nos viene dado, una práctica de la que se ocupa el estado. Necesitamos problematizarlas, no tanto para seguir escribiendo artículos, como para contribuir a sostener el mundo que habitamos. El concepto entonces es también, como se explica en The Crossing resumiendo una reciente conferencia (escucharla) de Jasanoff en STEPS, una herramienta que nos permite analizar cómo se toman decisiones y cómo se pueden mejorar los procesos.
Hay mucha gente que critica la religión, el ejército y, digamos, el arte. Pero, ¿quién critica la ciencia? ¿Sólo los tecnófobos, los integristas y los charlatanes? La respuesta es no. Esta ha sido la tarea desarrollada en las tres últimas décadas por los estudios de la ciencia: preguntarse cómo funciona la ciencia, cómo trabajan los científicos. El sistema educativo ni se han enterado. En la enseñanza sólo se habla de hechos y muy poco de cómo se logran y cómo influyen en nuestras prácticas culturales y políticas.

Tampoco se aprecia la influencia de los estudios de la ciencia (CTS, ciencia, tecnología y sociedad) en las políticas de comunicación de la ciencia, basadas en las pautas del llamado public understanding of science (comprensión pública de la ciencia). Unas pautas que dan por probado el modelo del déficit, construido alrededor de la convicción de que la ciudadanía sabe poca ciencia y, lo más importante, que cuando sepa más, cuando sea atraída a la cultura de los científicos, acabará aceptando también su manera de ver las cosas. Así, lo que el modelo del déficit moviliza son programas de divulgación, exposiciones maravillosas, actuaciones espectaculares y discursos proselitistas.

El modelo del déficit, ver el excelente informe de DEMOS The Public Value of Science, así como los comentarios de Pielke en Prometheus, ha recibido vigorosas críticas: tiende a ignorar las diferencias culturales, minimizar la capacidad de intervención ciudadana, privilegiar el papel de los especialistas, desdeñar los enfoques generales y volatilizar la experiencia histórica. Los partidarios de la cultura de la divulgación no se han enterado de que es muy probable que la gente quiera saber más sobre cómo se asignan los recursos de investigación, cómo se deciden los estándares que fijan la calidad del aire o que hacen saltar las señales de alarma que nos avisan de graves inestabilidades en el sistema financiero, de riesgo de enfermedades contagiosas o de las insistentes amenazas de sustancias cancerígenas. La gente quiere saber quién fue Einstein, qué es un gen o cuánto le debemos Cajal, pero también aspira a conocer cómo se determina la calidad de lo que comemos, en qué no afecta la degradación del medioambiente y por qué hay tanta gente que discutía hasta antes de ayer la naturaleza androgénica del cambio climático.
La epistemología cívica, como explica Clark A. Miller, nos convoca a otras políticas. Los estudios de Jasanoff, entre otros, muestran que la forma en la que se afrontan estas problemáticas cambia mucho de unos países a otros. Lo que es tanto como decir que no hay una sola manera de hacer las cosas y que la cultura política de cada país genera diferentes maneras de abordar asuntos tan delicados. En su estudio Designs of Nature (reseña en Nature) sobre las diferencias en el tratamiento de los transgénicos en Alemania, Reino Unido y Estados Unidos quedaron muchas cosas claras como, por ejemplo, la imposibilidad de separar ciencia y política. Pero hay más.

Hay tres conclusiones que vienen al caso de lo que estamos diciendo. La primera tiene que ver con que en la sociedad del conocimiento las noción medular de democracia se oscurece dramáticamente si los ciudadanos son apartados de las políticas de ciencia y tecnología. Por otra parte, entramos ya en la segunda conclusión, es obvio que hacer política sobre la vida (OGM, células madre, transplantes, tecnologías reproductivas, residuos, nuevas enfermedades o fertilizantes y depresión) obliga a inventar un nuevo estatuto de ciudadanía y, en consecuencia, a reiventar lo que entendemos por nación. Y, ya en tercer lugar, que la cultura científica no tiene que ver con lo exótico, lo maravilloso, lo heroico, lo genial o lo “otro”, sino más bien con la habilidad para dotar a los ciudadanos de las capacidades para evaluar asuntos científicos.
Y, en esta línea, vale la pena recordarle a los científicos, los gestores y los políticos que las dudas de la gente, así como sus críticas e intromisiones, no necesariamente tiene que ser fruto de la ignorancia, los prejuicios o la inconciencia, sino probablemente de su distinta manera de entender la política o de gestionar los asuntos públicos.