domingo, 15 de julio de 2007

justicia social y fraude científico - Antonio Lafuente

justicia social y fraude científico

¿Puede nuestra sociedad sobrevivir a los muchos casos de fraude científico que viene sucediendo? ¿Se está haciendo lo suficiente para defender la integridad de la ciencia? ¿A quién correspondería tomar iniciativas?

Empecemos por los hechos. Los científicos se despliega en ámbitos muy diversos de actividad, como lo son el laboratorio, las aulas, los congresos, los comités o las asesorías. Al final, sin embargo, su prestigio se lo juegan como escritores o, en otros términos, en las publicaciones. Nadie discute la importancia de los artículos científicos, un género literario severamente normalizado que tiene que ofrecer información relativa al método de trabajo empleado, los datos obtenidos, los gráficos o imágenes que los representan y, desde luego, las referencias a otros artículos que, al ser mencionados, son identificados como una fuente de autoridad.


Las citas, en consecuencia, crean un mercado inesperado, pues la reputación de un investigador o la veracidad de lo que se publica están asociadas a la calidad de la revista en la que se difunde o el número de citas que recibe. Y sí, de una cosa tan simple penden asuntos muy complejos. En la actualidad hay cerca de 8000 revistas científicas de calidad internacional reconocida que canalizan 27 millones de citas al año, unas cifras que nos autorizan a tratar la ciencia como una empresa gigantesca que moviliza masas ingentes de recursos, personas y textos.

Esto significa que además de conceptos, instrumentos y fórmulas, también hay que considerar constitucional todo lo que se relaciona con las editoriales, las instituciones y los negocios. Y es que, como decimos, la mayoría de las decisiones que le afectan no se toman en el laboratorio, sino por algún comité ministerial o en el consejo de administración de alguna empresa.

El mundo de la ciencia, en definitiva, es un mundo burbujeante. Tomemos dos ejemplos que lo expliquen. Estos días se habla mucho del calentamiento global y de las graves decisiones políticas que hay que tomar tras ser admitidas las predicciones que venían haciendo los expertos. Pensemos también en esas cien mil sustancias químicas descontroladas -incorporadas en la alimentación, los tejidos o la cosmética-, cuyos efectos sobre la salud y el medioambiente son desconocidos. El clima y la química no son entonces asuntos de la exclusiva incumbencia de los científicos, dado que los experimentos en curso se están haciendo en tiempo real y tiene un alcance planetario.

Todos somos conejillos de Indias, una realidad que refuerza la idea de que todo cuanto pasa en un laboratorio puede tener inmensas consecuencias políticas y económicas. Tantas que sería demasiado ingenuo hacerse de nuevas ante el hecho de que las corporaciones y los gobiernos traten continuamente de influir en la marcha de la ciencia. No es difícil entonces entender de dónde proviene el fraude, como tampoco vaticinar que estamos ante un problema de importancia creciente.

Lo primero que hay que saber es que todas las revistas científicas de primer rango han sido humilladas al publicar textos que contenían información falsa o manipulada. De hecho, los editores han tenido que admitir que no están preparados para controlar una conducta, cuyo origen está en la creciente presión que reciben los investigadores, tanto desde el mundo académico como desde el industrial. No es difícil explicarlo. Ya hemos dicho que la calidad de un científico se mide por el impacto de las publicaciones que realiza, de forma que su prestigio y, por tanto, los contratos que obtiene y los puestos que ocupa dependen en gran medida del número de citas que recibe. La situación es tan grave que suele describirse mediante el lema Publicar o morir, una elegante manera de explicar por qué los científicos tienden a dar por definitivos y publicitar hechos que todavía son inciertos.

Las grandes corporaciones han incrementado en un 800% su transferencia de recursos a los laboratorios públicos en los últimos 20 años. Y con los dineros llegó la práctica del secretismo, pues los investigadores son obligados a firmar cláusulas de confidencialidad que restringen la publicación de resultados. Los valores que sostienen (¡y eran sostenidos por!) la comunidad científica están siendo gravemente amenazados. El año pasado saltó a la prensa la noticia de que el lobby energético americano financiaba estudios que cuestionaran la naturaleza antropogénica del cambio climático. Luego supimos que eran informes impulsados por fundaciones falsamente filantrópicas y nulamente científicas.

Todos los meses nos enteramos de que algún laboratorio farmacéutico oculta efectos secundarios, incita al consumo de medicamentos, prima a los médicos que “saben” recetar o intoxica la opinión pública difundiendo datos obtenidos por investigadores a la carta. La última estrategia utilizada consiste en contratar bufetes de abogados, agencias de publicidad y laboratorios de investigación para, en una acción combinada, usar datos manipulados que impidan los consensos científicos, retrasen la regulación de los mercados, mientras, en paralelo, se plantean pleitos interminables o campañas de difamación contra quienes denuncian la increíble panoplia de corruptelas manifiestas.

Dos ideas más. La primera tiene que ver con la creciente dependencia de nuestras vidas respecto de la ciencia, pues todo lo que ingerimos, vestimos y, en general, hacemos, está conectado a la calidad de los datos que garantizan su salubridad. La segunda es para asomarnos al abismo que supondría permitir que las prácticas científicas pudieran ser pervertidas por quienes quieren mejorar su influencia o sus ganancias. Y es que, en efecto, la ciencia es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los científicos. ¿A quién debemos reprochar la crisis de valores que aquí hemos esbozado? ¿A quién corresponde defender la integridad de la ciencia?

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