domingo, 1 de julio de 2007

Epistemología cívica - Antonio Lafuente

La promoción de la cultura científica no puede basarse en el modelo del déficit o, en otros términos, en la convicción de que basta con divulgar contenidos de manera amable o espectacular o insistente.

Los laboratorios son un espacio privilegiado de producción de conocimiento. En su interior existen potentes mecanismos de control destinados a garantizar la fiabilidad de cuanto allí se hace o circula por las redes que los interconectan. Pero no sólo hay ciencia en las instituciones científicas, como tampoco son los centros académicos o de investigación los únicos lugares dónde se produce conocimiento.

En efecto, una sociedad necesita constantemente tomar decisiones que involucran cuestiones en las que los científicos tiene mucho que decir, aún cuando no tengan la última palabra, ni tampoco puedan actuar como si tuvieran el monopolio de la verdad. Y, claro está, se trata de decisiones que deben adoptar la apariencia de ser sensatas, equilibradas, pertinentes, necesarias, aquilatadas, consensuadas y veraces. Producir tales compromisos, así como los procedimientos para lograrlos y luego implementarlos, es crear experiencia, organización, redes y, en definitiva, conocimiento.

La epistemología cívica (civic epistemology) es un concepto acuñado por Sheila Jasanoff que da cuenta del conjunto de normas, procesos e instituciones involucradas en la producción, validación y aplicación del conocimiento a la política. Si hablamos de células madre, semillas transgénicas, anorexia, recursos hídricos, cambio climático, incendios forestales, polinización con abejas o cáncer de mama, es imprescindible escuchar a los científicos del ramo. Pero además de esta voz experta,la práctica cotidiana demuestra que afortunadamente también son escuchados otros actores. No sólo porque son varios lo valores que se quieren defender (rigor, eficacia, competitividad o pluralidad), sino porque son distintas las capacidades que hay defender (derecho a la equidad, derecho a la dignidad o derecho a la libertad).

Gestionar esta cesta de valores y capacidades, implica desarrollar esquemas de credibilidad, estilos de evaluación, formatos de reunión, marcos de comunicación y protocolos de decisión. Todo esto hay que definirlo con una concepto que, como ya hemos dicho, es epistemología cívica. Buscamos un concepto nuevo porque no podemos acercarnos a estas cuestiones como si se tratara de algo que nos viene dado, una práctica de la que se ocupa el estado. Necesitamos problematizarlas, no tanto para seguir escribiendo artículos, como para contribuir a sostener el mundo que habitamos. El concepto entonces es también, como se explica en The Crossing resumiendo una reciente conferencia (escucharla) de Jasanoff en STEPS, una herramienta que nos permite analizar cómo se toman decisiones y cómo se pueden mejorar los procesos.
Hay mucha gente que critica la religión, el ejército y, digamos, el arte. Pero, ¿quién critica la ciencia? ¿Sólo los tecnófobos, los integristas y los charlatanes? La respuesta es no. Esta ha sido la tarea desarrollada en las tres últimas décadas por los estudios de la ciencia: preguntarse cómo funciona la ciencia, cómo trabajan los científicos. El sistema educativo ni se han enterado. En la enseñanza sólo se habla de hechos y muy poco de cómo se logran y cómo influyen en nuestras prácticas culturales y políticas.

Tampoco se aprecia la influencia de los estudios de la ciencia (CTS, ciencia, tecnología y sociedad) en las políticas de comunicación de la ciencia, basadas en las pautas del llamado public understanding of science (comprensión pública de la ciencia). Unas pautas que dan por probado el modelo del déficit, construido alrededor de la convicción de que la ciudadanía sabe poca ciencia y, lo más importante, que cuando sepa más, cuando sea atraída a la cultura de los científicos, acabará aceptando también su manera de ver las cosas. Así, lo que el modelo del déficit moviliza son programas de divulgación, exposiciones maravillosas, actuaciones espectaculares y discursos proselitistas.

El modelo del déficit, ver el excelente informe de DEMOS The Public Value of Science, así como los comentarios de Pielke en Prometheus, ha recibido vigorosas críticas: tiende a ignorar las diferencias culturales, minimizar la capacidad de intervención ciudadana, privilegiar el papel de los especialistas, desdeñar los enfoques generales y volatilizar la experiencia histórica. Los partidarios de la cultura de la divulgación no se han enterado de que es muy probable que la gente quiera saber más sobre cómo se asignan los recursos de investigación, cómo se deciden los estándares que fijan la calidad del aire o que hacen saltar las señales de alarma que nos avisan de graves inestabilidades en el sistema financiero, de riesgo de enfermedades contagiosas o de las insistentes amenazas de sustancias cancerígenas. La gente quiere saber quién fue Einstein, qué es un gen o cuánto le debemos Cajal, pero también aspira a conocer cómo se determina la calidad de lo que comemos, en qué no afecta la degradación del medioambiente y por qué hay tanta gente que discutía hasta antes de ayer la naturaleza androgénica del cambio climático.
La epistemología cívica, como explica Clark A. Miller, nos convoca a otras políticas. Los estudios de Jasanoff, entre otros, muestran que la forma en la que se afrontan estas problemáticas cambia mucho de unos países a otros. Lo que es tanto como decir que no hay una sola manera de hacer las cosas y que la cultura política de cada país genera diferentes maneras de abordar asuntos tan delicados. En su estudio Designs of Nature (reseña en Nature) sobre las diferencias en el tratamiento de los transgénicos en Alemania, Reino Unido y Estados Unidos quedaron muchas cosas claras como, por ejemplo, la imposibilidad de separar ciencia y política. Pero hay más.

Hay tres conclusiones que vienen al caso de lo que estamos diciendo. La primera tiene que ver con que en la sociedad del conocimiento las noción medular de democracia se oscurece dramáticamente si los ciudadanos son apartados de las políticas de ciencia y tecnología. Por otra parte, entramos ya en la segunda conclusión, es obvio que hacer política sobre la vida (OGM, células madre, transplantes, tecnologías reproductivas, residuos, nuevas enfermedades o fertilizantes y depresión) obliga a inventar un nuevo estatuto de ciudadanía y, en consecuencia, a reiventar lo que entendemos por nación. Y, ya en tercer lugar, que la cultura científica no tiene que ver con lo exótico, lo maravilloso, lo heroico, lo genial o lo “otro”, sino más bien con la habilidad para dotar a los ciudadanos de las capacidades para evaluar asuntos científicos.
Y, en esta línea, vale la pena recordarle a los científicos, los gestores y los políticos que las dudas de la gente, así como sus críticas e intromisiones, no necesariamente tiene que ser fruto de la ignorancia, los prejuicios o la inconciencia, sino probablemente de su distinta manera de entender la política o de gestionar los asuntos públicos.

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